martes, 21 de julio de 2009

Santiago Apostol (Patron de España)



«Todos somos romeros que caminos andamos» El cristianismo ha sido pródigo en peregrinaciones a lo largo de su historia. Ha cultivado una forma de religiosidad espontánea y popular que ha puesto en marcha a los creyentes para moverse de un lado a otro en un clima de peregrinación. Me atrevo a decir que la mayoría de las celebraciones patronales en el mundo rural de nuestro país incluye siempre, como mínimo, una pequeña peregrinación, un traslado en procesión de la imagen venerada desde la ermita hasta la iglesia parroquial. Puede decirse que la primera peregrinación del cristianismo es la que hicieron los magos de oriente. Es la historia de unos hombres, dedicados probablemente a la astrología, que descubrieron una estrella en el cielo y se pusieron en camino. Es un espléndido símbolo de la búsqueda de sentido que anida en el corazón del ser humano. Porque hay siempre momentos en que necesitamos algo más que explique el sentido de nuestra vida que los cofres en que almacenamos los bienes materiales y buscamos una estrella que marque un rumbo y dé densidad a nuestra existencia.

Diez siglos más tarde arranca uno de los movimientos más sorprendentes de la historia humana. En los ss. Xl a XIV los caminos de Europa se comienzan a llenar de iglesias, ermitas, hospitales, puentes, por los que circulan millones de hombres que se ponen en camino hacia el extremo más occidental del mundo entonces conocido: hacia el Finisterre -el fin de la tierra-, donde se abría el mare ignotum, un mar proceloso y desconocido que no se sabía dónde acababa y hacia dónde conducía.

Todavía no había nacido nuestra lengua castellana. Será sólo en el siglo Xlll cuando un clérigo llamado Gonzalo redactó en verso una serie de milagros obrados por Santa María. Lo hizo desde su monasterio de San Millán de la Cogolla, en un claro cerca del pueblo de Berceo en la Rioja, un territorio disputado por Castilla y Navarra.

Sus versos iban dirigidos a aquellos que hacían el camino que conducía desde los Pirineos al gran santuario de Santiago de Compostela: "Yo maestro Gonçalvo de Verceo nomnado/ yendo en romería caecí en un prado,/ verde e bien sencido, de flores bien poblado,/ logar cobdidiabduero pora omne cansado". Y más tarde añade: "Todos quantos vevimos qe en piedes estamos, siquiere en presón o en lecho yagamos,/ todos somos romeos qe camino andamos;/ San Peidro lo diz esto, por él vos lo probamos». Gonzalo habla a esa proporción no despreciable de la población de Europa central y occidental que, desde el s. Xl hasta el XV, peregrinó a Compostela. Porque, siguiendo lo que dijo Gonzalo de Berceo: «Todos somos romeos qe camino andamos».

La historia medieval de Santiago arranca del año 813. Un monje o eremita, Pelayo convence al obispo de Iria Flavia, Teodomiro, para que examine el lugar conocido como "Arca marmorica". El rey Alfonso II acude a ese lugar y aclama a Santiago como patrono del reino y transmite la noticia del suceso a todo el mundo cristiano. Se crea el primer santuario y comienzan las peregrinaciones.

En 997, Almanzor destruye la ciudad y el santuario, pero el santo obispo Pedro de Mezonzo (el autor de la Salve regina, en el cercano monasterio de Sobrado dos Monxes) huye a tiempo salvando las reliquias. Se reconstruye el templo y arranca el esplendor de Santiago, en el que jugará un papel fundamental otro obispo, Diego Gelmírez, que pone las semillas de la futura Universidad hacia el año 1100, dando paso al mayor esplendor de Santiago en los siglos XII y Xlll.

PEREGRINOS/Santiago: Para conocer las peregrinaciones, los eruditos acuden al Liber sancti lacobi, una famosa compilación medieval que explica lo que se exige al peregrino, qué era lo que tenía que hacer para beneficiarse de su peregrinación, una especie de primera guía turística. En el libro primero dice: «El camino de Santiago es bueno pero estrecho, tan estrecho como el camino de la salvación. Ese camino es el repudio del vicio, la mortificación de la carne y el incremento de la virtud... El peregrino no puede llevar consigo ningún dinero, excepto, tal vez para distribuirlo entre los pobres a lo largo del camino. Aquellos que vendan sus propiedades antes de partir, deben dar a los pobres hasta la última moneda. En el pasado los fieles tenían un solo corazón y una sola alma, y conservaban toda su propiedad en común, sin poseer nada propio: de la misma manera, los peregrinos de hoy deben tener todo en común y viajar juntos con un solo corazón y una sola alma. Los bienes compartidos valen mucho más que los que son propiedad de los individuos. Santiago era un vagabundo sin dinero y sin zapatos y, sin embargo, subió a los cielos apenas murió; ¿qué les ocurrirá a aquellos que se dirigen con toda su opulencia hacia su santuario, rodeados por todas las muestras de la riqueza?».

Evidentemente, no todo fue tan altruista en la peregrinación a Santiago: en ellas se fundieron otros muchos factores: el espíritu de aventura, ahora que tocaban a fin las cruzadas, el deseo de expiar los pecados, los milagros maravillosos atribuidos a la intercesión del Apóstol... Pero nadie discute que el camino de Santiago fue extraordinariamente importante en el surgimiento de la conciencia de Europa; que en él se entrecruzaron, en su búsqueda última de Dios, generaciones y generaciones de creyentes, procedentes de los reinos cristianos europeos. Allí comenzó a renacer el espíritu de una Europa que fracasaba en los intentos políticos pero que se hacía realidad desde la base, desde las personas de todas las clases y naciones que se hermanaban en el camino común hacia la tumba del Apóstol.

Santiago está asociado a muchos símbolos: desde la cruz de Santiago hasta los pins, hoy de moda. Sin duda, los más sencillos, los que, sin duda, surgieron de la base, son el bordón, la vieira y la calabaza.

El bordón es símbolo de la dureza de la vida, que experimentaba el hombre medieval y que, hoy también, de forma distinta, seguimos experimentando. La vida sigue siendo un camino, una peregrinación, un valle de lágrimas, aunque también de gozo y «romería», como rezaba aquel santo monje de Sobrado. Y aquí estamos hoy también nosotros pidiendo al Señor que nos ayude en nuestro caminar; que él sea nuestro compañero de camino, como en aquel delicioso pasaje evangélico de Emaús.

La vieira, esa concha sencilla y amplia, es un símbolo del misterio del mar. Hoy sabemos lo que hay detrás de ese mare ignotum, pero hay un mar desconocido que llevamos dentro de cada uno de nosotros y que no sabemos explicar. Porque la condición humana, lo que somos cada uno de nosotros, es un misterio inextricable, abierto a unas últimas preguntas, a un abismo interior que nos desborda y nos trasciende. Y donde podemos encontrar, como los peregrinos medievales, a ese Dios más íntimo que nuestra mayor intimidad, escondido como entre las valvas de la vieira.

Y, finalmente, ese símbolo casero y popular de la calabaza, con un agua que refresca, un alivio que copartían los peregrinos del medievo y que es un símbolo de hermandad, de solidaridad, entre los que compartimos los caminos de la vida, en ese clima fraterno del que hablaba el Liber sancti lacobi.

Los magos de oriente buscaban una estrella; fue también el embrujo de las estrellas sobre un campo -Compostela, «campo de estrellas»- el que llamó la atención de aquel eremita Pelayo. Según la tradición, cuando el apóstol Santiago fue degollado por Herodes, sus discípulos transportaron sus restos en una embarcación hasta Iria Flavia en Galicia. Allí pidieron ayuda a una matrona romana, Lupa, que les prestó un carro tirado por toros para que le llevasen hasta el lugar en que quisieran los animales. Donde estos se detuvieron, fue sepultado Santiago.

Ese sepulcro fue una estrella de fe y solidaridad para millones de cristianos del medievo; ojalá lo sea también para los que buscamos hoy también estrellas y las raíces de nuestra fe. Porque como dijo Gonzalo de Berceo: "Todos somos romeos qe camino andamos". Y, hoy, alegres, muchos siglos más tarde, como romeros a Santiago caminamos.

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